César Hildebrandt
Algún día un historiador del escepticismo y un equipo de cínicos dotados de sendos ph.d. harán un recuento de la cantidad de citas cumbres que en este mundo han sido.Abundarán las páginas de ese mamotreto con cumbres de todas las agendas imaginables, pero la constante serán las declaraciones en espejo, las grandes palabras rebotando en la caverna de Platón, los enormes propósitos dichos con el lenguaje de quirófano patentado en las cancillerías.
O sea que los grandes líderes siempre proclaman su voluntad de contribuir con la cooperación internacional, aliviar la condición de los pobres, liberar al comercio de trabas innecesarias, aportar al desarrollo de las naciones menos favorecidas, proponer soluciones viables a los conflictos que amenazan la paz del mundo, ampliar el frente de lucha en contra del calentamiento global y extender a todo el planeta el imperio de la ley y la supremacía de los derechos humanos.
Al final, limpiado el escenario de servilletas estrujadas, digamos que el panorama queda como sigue:
a)la cooperación internacional se reducirá al centaveo europeo y a la extorsión de las grandes firmas del poder (Banco Mundial, FMI, BID), cuando exigen la disciplina presupuestal que Estados Unidos ha roto, la balanza comercial superavitaria que los Estados Unidos olvidaron, o el programa monetario que los Estados Unidos han burlado hasta el delito de la falsificación;
b)el alivio de los pobres caerá como las migas duras de la mesa y pasará por las burocracias nativas educadas en la cleptocracia;
c)la liberación del comercio será avenida de una sola vía mientras los granjeros norteamericanos así lo quieran;
d)el aporte al desarrollo tendrá el rostro de las inversiones que cada día pagarán menos impuestos gracias al blindaje tributario que exigirán para hacernos el favor de venir;
e)la paz en el mundo se fortalecerá invadiendo y bombardeando países a gusto de los Estados Unidos e Israel;
f)la lucha en contra del calentamiento global se librará mejor negando el Protocolo de Kyoto y ayudando a que la industria automotriz de los Estados Unidos no se reconvierta y siga produciendo autos cuyos escapes apuntan directamente a la sien del ozono;
g)y el imperio de la ley y los derechos humanos conocerá de nuevas fronteras cuando Washington decide que no firmará el acuerdo sobre el Tribunal Penal Internacional y cuando autoriza a la CIA a raptar y a matar donde mejor convenga.
Porque las cumbres son, literalmente, cimas de las mismas montañas. Y esta cadena alpina, estas rocallosas, estos techos nubosos de Quingjai, contienen la misma arcilla: la de una civilización que cree que vivir es vender y comprar, y que gozar es ganar a cualquier costo. Y que está convencida, además, de que el vasto rebaño que la sigue será siempre comparsa y coro de castrados y que el planeta está dispuesto a seguir aceptando la magnitud de sus excretas.
La crisis que padecen estas economías dopadas por la idea criminalmente idiota de que no pueden parar de crecer, es una crisis de necesidad y utilidad públicas. Lo mejor sería que se acentuara y que obligara a sus dirigentes a un deber que hace décadas no cumplen: pensar.
Si los chinos pensaran como lo hicieron sus ancestros, si los europeos volvieran a pensar como hace siglos, si Obama fuera más un milagro que la continuidad mediocre que hasta ahora promete ser, ¿qué cita cumbre tendríamos?
No esta, por supuesto. No esta donde la hipocresía se sale por las ventanas y la codicia que babea firma pactos que cada uno de los firmantes tratará de incumplir.
Si la política y el pensar se reunieran de nuevo, si cierta ética volviera a inspirar a quienes dirigen el mundo, las cumbres tratarían de reinventar el concepto de la felicidad y de volver a considerar la felicidad como un derecho. Sí, exactamente: como lo pensaron los fundadores de ese país que iba a ser mejor que todos porque habría de rescatar a Atenas como inspiración y al pueblo como sabiduría del instinto. Ese país vasto, bello y republicano que hoy es rehén de sus viejos enemigos: banqueros carroñeros, corporaciones dispuestas a matar.
¿Y Mao mató a tantos para que China terminara como una maquila esteparia?¿Y Stalin mató a tantos para que Rusia tropezara con el Chicago de los 30?
¿Y Europa es Berlusconi hurgándose la nariz en un escaño?¿Y luego de tres millones de achicharrados Vietnam cose lo que Lacoste y Boss le mandan descosido?
¿Y si no creces cada mes ya estás en crisis?¿Y cuando la gente va a perder sus casas porque no tiene para las hipotecas hay que auxiliar con cientos de miles de millones de dólares a los bancos que se quedarán con las casas y no a la gente que las perderá?
¿Y a esta pesadilla la llaman orden internacional?
¿Y para eso esta cumbre de Lima, ciudad que ha tapado sus huecos principales y ha barrido a sus mendigos más notorios?
El marxismo soñó con una revolución mundial protagonizada por los comunistas. Ya sabemos en qué Jaruzselsky terminó ese absolutismo puritano.
La revolución que vendrá, la inevitable, la que nadie parará, la que ni usted y yo veremos porque dimanará de una corteza cerebral mejor dotada, será la revolución de los terrícolas dispuestos a ser felices con mucho menos y ansiosos por recuperar colinas y arboledas. Pero para eso tendrán que haber lanzado a los políticos y a los economistas al cubo de la basura orgánica.
Tomado del diario La Primera
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