En las últimas semanas estuvo en serio riesgo el futuro de la nueva ley universitaria debido a la hostilidad de ciertas fuerzas políticas en el Congreso, principalmente el aprismo y el fujimorismo. El intento de modificar la ley no ha prosperado, pero eso no significa que la necesaria transformación del sistema universitario esté asegurada. Esas mismas tendencias políticas han dado a entender que, de conseguir el poder en las futuras elecciones generales, destruirán este intento de corregir los males que afectan desde hace tanto tiempo a nuestra educación superior.
Un aspecto especialmente perturbador de este incidente es la desproporción entre la enorme importancia de la reforma en cuestión y las motivaciones minúsculas de quienes intentan detenerla y desactivarla. La prolongación en el cargo de un grupo de rectores o la afirmación falsa de que la ley es intervencionista son motivos o argumentos deleznables que ilustran ese problema crónico y radical de nuestra política: su incapacidad para poner por delante el bien público y para colocarse más allá del cálculo sectario.
Hay que reafirmar que la nueva ley universitaria es un avance importante en la recuperación del sentido verdadero de la educación superior. Es una norma perfectible, como muchas, pero no se puede negar que crea varias herramientas que permiten una mejor gestión para el aseguramiento de la calidad.
No hay que perder de vista que el foco central de la educación universitaria es el interés de la sociedad y del estudiante. Por un lado, la sociedad requiere de profesionales bien formados, capaces de tomar decisiones complejas y de liderar cambios. Por otro, el estudiante merece una formación de calidad, lo que es distinto de afirmar que el estudiante debe recibir la educación que desea. La calidad educativa implica, por tanto, compromiso y exigencia.
La resistencia al cumplimiento de la ley se ha enmascarado bajo la protección de la autonomía universitaria. Se ha llegado a argüir que la ley busca el sometimiento de las universidades al actual gobierno, un argumento cuya demagogia no puede ocultarse. La autonomía universitaria consolidada por la reforma de Córdoba tenía por objetivo defender la libertad de cátedra, concederle a la universidad el derecho a la disidencia. La situación actual de las universidades peruanas en cambio no es de oposición ni de crítica. Al contrario, se puede afirmar que la universidad peruana de nuestros días está diseñada para preservar el estado de cosas, para ahogar la crítica, para impedir la disidencia. La universidad debe ser auténticamente científica, auténticamente libre y de ser un faro de discusión y de nuevas ideas. Pero para ello debe ser, en primer lugar, un centro dispuesto para la formación humana plena. Es insostenible, entonces, la postura de aquellas autoridades que han anunciado que resistirán al cumplimiento de la ley, no solamente porque su rechazo es ilegal sino porque tampoco está amparado en el interés de la universidad y de los universitarios.
Este episodio, como he dicho, proyecta luces muy turbias sobre el estado de nuestra vida política. Necesitamos urgentemente una política que sea ejercida con mentalidad de estadistas. La educación superior en el Perú vive una crisis profunda, y no es mediante la insistencia en el error como ella va a ser superada.
Fuente: La Republica
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