Estos días se está hablando mucho sobre la universidad española a raíz del lamentable asunto del máster de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Entre el variopinto elenco de opiniones vertidas al respecto, se han efectuado algunas afirmaciones inexactas e injustas sobre la universidad que indican un gran desconocimiento de su realidad; aseveraciones que parecen desconocer el gran prestigio que tiene esta institución entre la ciudadanía, como bien indican todas las encuestas de opinión.
La universidad española vive en una triple realidad. La primera nos dice que actualmente tenemos el mejor sistema universitario de la historia de nuestro país. Un sistema que ha experimentado un avance histórico exponencial situándose entre los mejores del mundo. Si la sociedad española ha progresado de una forma espectacular en los últimos cuatro decenios, creo que es de justicia reconocer que alguna responsabilidad tendrá en ello la constante y eficaz contribución de las comunidades universitarias.
Según una reciente publicación del Foro Económico Mundial, España se encuentra entre los diez países que tienen más universidades entre las 1.000 primeras del mundo, de un elenco de más de 20.000 instituciones universitarias existentes. Concretamente, de las 76 universidades agrupadas en la Conferencia de Rectores (CRUE), tenemos 44 entre las 1.000 primeras, y más específicamente 26 entre las 800 primeras y 11 entre las 500 primeras, siendo únicamente los Países Bajos los que, con un menor PIB que nosotros, nos superan en número de universidades en ese Top-500. Todo ello significa que un joven español tiene un 17% de posibilidades de ir a una universidad bien situada en los rankings, mientras que un alemán dispone de un 13% y un estadounidense de un 8% (los británicos son los primeros con un 25% y los españoles, los séptimos).
Sin embargo, también existe una segunda realidad bastante menos complaciente que nos dice que en los últimos años la situación se ha ido deteriorando cada vez más. No quiero ahora levantar ante el lector un memorial de agravios, pero para que resulte creíble mi afirmación, es preciso recordar cuatro evidencias. La primera es que hemos perdido en financiación pública un 20% entre 2009 y 2015. Es verdad que no todo es dinero, pero todavía es más cierto que casi nada importante se puede hacer sin dinero. Hemos aplicado los planes de Bolonia no solo sin la mayor financiación que han tenido otros países europeos, sino con bastante menos dinero del que ya teníamos antes de dicha gran reforma.
La segunda evidencia es que hemos tenido en los últimos ocho años una enorme baja de efectivos en las plantillas de las universidades públicas que urge recuperar para poder renovarlas con savia nueva: 4.354 plazas de personal docente e investigador a tiempo completo y 2.365 del personal de administración y servicios. Todo ello gracias a la equivocada política de disponer una tasa de reposición que solo ha permitido emplear a un 10% de las bajas de cada año desde 2011 al 2014. Y como consecuencia de esta lamentable situación, en el ámbito del profesorado las universidades se han visto obligadas a utilizar de forma no siempre adecuada las figuras del asociado o del visitante, creando una gran bolsa de jóvenes profesores mal remunerados a quienes además no se les posibilita ningún futuro académico.
La tercera evidencia es que, en referencia a las universidades públicas, somos el cuarto país más caro de Europa (tras Reino Unido, Irlanda y Holanda) en precios de matrícula, teniendo en contrapartida un gasto en ayudas al estudio que solo llega al 40% de la media de los países de la OCDE. Esperemos que las recientes medidas del Gobierno central en este asunto hayan venido para quedarse, aunque nos parece que todavía existe mucho camino por recorrer en precios de matrícula y en ayudas al estudio, también por parte de los Gobiernos autonómicos.
Y la cuarta evidencia es que el retroceso en ingresos para la investigación en nuestras universidades está siendo abrumador: entre 2008 y 2015 ha descendido en un 30% la financiación privada y en un 21% la pública. Y esto significa menos investigación, menos innovación, menos competitividad, menos empleo y la puesta en peligro de numerosos grupos de investigación de excelencia tras años y esfuerzos para construirlos. No obstante, a pesar de esta alarmante situación, los investigadores españoles han mejorado sus resultados incrementado su impacto normalizado internacional, pasando del 1.12 en 2005 a 1.31 en 2014, según la Fundación Española de Ciencia y Tecnología (Fecyt), manteniendo a España en el undécimo lugar mundial en número de publicaciones científicas y de investigadores más citados. Pero resulta evidente que la energía de nuestros investigadores se irá apagando si no tienen el combustible necesario.
Pero también debemos constatar una tercera gran realidad que hay que poner con urgencia sobre la mesa: existen bastantes cuestiones que los universitarios debemos mejorar en el funcionamiento interno de nuestras instituciones. Déjenme que señale solo algunas de las que considero más importantes: reformar nuestro sistema de gobierno para hacerlo más ágil y operativo, revisar los mecanismos internos de control, adaptar mejor nuestras ofertas curriculares a la demanda social para aumentar la inserción laboral de nuestros egresados, reforzar nuestra capacidad de atraer más estudiantes extranjeros, incrementar el número de graduados que continúen con sus estudios de máster, perfeccionar la selección y contratación de personal disponiendo de mayor autonomía para ello, captar más talento internacional con más presencia de profesores extranjeros, incrementar nuestra movilidad interna e internacional, fomentar la transferencia de conocimiento para una mayor innovación y, finalmente, tener una mejor visibilidad internacional que aumente la reputación de la universidad española.
De hecho, si hasta la fecha se ha ido manteniendo el tipo ha sido gracias al esfuerzo de las familias, que han hecho frente al aumento de las matrículas, y al esfuerzo de las comunidades universitarias, que han suplido las bajas de personal para poder ofrecer los mismos servicios a sus estudiantes y a la sociedad. Pero todo el mundo sabe que esta situación ya no es soportable y que la universidad española no puede esperar ni un día más. No podemos alcanzar una democracia de calidad y mantener nuestro Estado del bienestar con una universidad precarizada en inversiones, en financiación basal y en personal. No habrá un buen futuro para España si no hay un buen futuro para nuestra universidad. Por eso la universidad es una cuestión de todos y por eso la universidad es una cuestión de Estado.
Roberto Fernández, rector de la Universidad de Lleida, es presidente de la Confederación de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE).
Fuente: El Páis
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