Las universidades privadas se han multiplicado y creado sucursales por todo
el país con el único afán de lucro.
La educación universitaria promedio en
el Perú es una de las más deficientes de América Latina, pese a la existencia de
algunas universidades públicas y privadas que se mantienen en un nivel
aceptable, gracias al prestigio, pundonor y responsabilidad de sus docentes.
Parecería una broma ácida mencionar el orden de colocación de nuestras
universidades en el ranking mundial.
Hasta 1994 habían en el Perú 47 universidades públicas; 28
institutos, conservatorios y escuelas estatales de nivel universitario; y 31
universidades privadas. Con la legislación privatizadora, desde 1995 se crearon
46 universidades privadas por autorización del CONAFU (los cinco exrectores a
los que aludo). Ahora existen 152 universidades. En 2010, las públicas tenían
333,766 alumnos; las privadas, 505,562.
Diez años
después, los licenciados de esas facultades abarrotan los mercados de
trabajo, tratando de colocarse en lo que sea y como sea, y el nivel general de
la formación universitaria ha descendido hasta límites que en las universidades
y otros centros de formación profesional de los países más desarrollados
económicamente no corresponderían ni a las carreras de dos años de duración.
Con excepción de la Universidad de San Marcos, la única conocida en la mayor
parte de países europeos, las demás no existen para ellos.
Esta
catástrofe, que venía incubándose hace muchos años, hizo crisis con el régimen
introducido por la Ley 26439, del 21/1/1995, y el Decreto Legislativo 882, del
9/11/1996, que entregaron la creación, sin ton ni son, de nuevas universidades
privadas a una comisión de cinco exrectores de discutible calidad académica para
el encargo.
Las nuevas universidades enviaron sus rectores a la Asamblea
Nacional de Rectores, una entidad instituida principalmente para la coordinación
universitaria y la canalización de los presupuestos de las universidades
públicas, pero que ha sido metamorfoseada por sus miembros en una corporación
medioeval que ve en la autonomía universitaria un parapeto infranqueable,
incluso para la Constitución.
¿Cuál es la auténtica significación de la
autonomía universitaria?
Por la Constitución Política, “Cada universidad
es autónoma en su régimen normativo, de gobierno, académico, administrativo y
económico” (art. 18º).
No es esta, sin embargo, una autonomía
irrestricta. La encuadran tres parámetros de rango constitucional.
El
primero concierne a los fines de la educación universitaria, que son “la
formación profesional, la difusión cultural, la creación intelectual y artística
y la investigación científica y tecnológica” (Const., art. 18º), concordantes
con los fines del Estado, como comunidad nacional organizada, que son, entre
otros: “promover el bienestar general que se fundamenta en la justicia y en el
desarrollo integral y equilibrado de la Nación” (Const., art. 44º).
El
segundo parámetro está dado por la sujeción de las universidades a la
Constitución y a las leyes (Const. art. 18º).
Y el tercero, por el poder
del Estado para coordinar la política educativa, formular los lineamientos
generales de los planes de estudios, determinar los requisitos mínimos de la
organización de los centros educativos y supervisar su cumplimiento y la calidad
de la educación (Const. art. 16º).
En suma, la educación universitaria,
como la de otros niveles, es un servicio público cuyos destinatarios son los
jóvenes y adultos a quienes es preciso formar profesionalmente para el ejercicio
de las múltiples tareas impuestas por una división social del trabajo cada vez
más compleja, y cuya beneficiaria es, en definitiva, la colectividad nacional,
vale decir, su economía, organización, satisfacción de sus necesidades,
seguridad y marcha hacia el progreso y el bienestar.
El Estado puede
prestar este servicio a través de entidades propias o encargarlo a entidades
privadas bajo ciertas condiciones.
A pesar de la claridad de los
preceptos mencionados, la mayor parte de autoridades universitarias ha
convertido a sus centros de estudio en castillos cerrados en los que mandan como
señores feudales, en algunos casos amparados por ciertas disposiciones legales
que desnaturalizan el texto de la Constitución o cuyo alcance extienden
indebidamente.
Es lo que sucede con la formación profesional, función
fundamental de la universidad. La ley 23733 ha conferido, en efecto, a cada
universidad el poder de crear facultades, institutos, escuelas y secciones de
post grado para la enseñanza de las carreras y los programas de estudios (arts.
9º al 12º y 29º-e), prescindiendo de vincularlos con las necesidades del país.
De manera que los consejos y asambleas de cada universidad pueden crear, como lo
deseen y sin control, carreras y planes de estudios que podrían ser
innecesarios, irrelevantes y hasta contraproducentes. Ya la Constitución de 1979
había establecido que el Estado formularía planes y programas para dirigir y
supervigilar la educación con el fin de asegurar su calidad y eficiencia (art.
24º), norma que, con otros términos, reproduce la Constitución vigente (art.
16º). Los legisladores que aprobaron la Ley 23733 ignoraron estas
disposiciones.
Usando de tal poder, las autoridades universitarias y hasta los comités de
formación de universidades privadas, constituidos en virtud de las leyes
dictadas durante la gestión del fujimorismo, han creado un sinnúmero de
facultades y carreras profesionales en atención al alumnado que podrían
reclutar, al que sus padres quieren dar una profesión universitaria como sea, y
al propósito lucrativo de sus promotores y accionistas (ganar dinero
insaciablemente), como otra aplicación del neoliberalismo impulsado en la década
del noventa.
Ni el interés público ni el bien común han existido para
ellos, y la Constitución, pese a sus cortos alcances, fue relegada al desván de
los trastos normativos, ante la pasividad de los Poderes del
Estado.
Hasta 1994 habían en el Perú 47 universidades públicas; 28
institutos, conservatorios y escuelas estatales de nivel universitario; y 31
universidades privadas. Con la legislación privatizadora, desde 1995 se crearon
46 universidades privadas por autorización del CONAFU (los cinco exrectores a
los que aludo). Ahora existen 152 universidades. En 2010, las públicas tenían
333,766 alumnos; las privadas, 505,562.
Tan descomunal proliferación ha
dado como resultado la multiplicación de facultades y carreras para cuya
enseñanza basta un aula, una pizarra y profesores titulares de una simple
licenciatura. Se han reproducido las facultades de Derecho, Contabilidad,
Economía, Educación, y otras de humanidades y de algunas carreras técnicas para
las que no se requiere una gran infraestructura. Diez años después, los
licenciados de esas facultades abarrotan los mercados de trabajo, tratando de
colocarse en lo que sea y como sea, y el nivel general de la formación
universitaria ha descendido hasta límites que en las universidades y otros
centros de formación profesional de los países más desarrollados económicamente
no corresponderían ni a las carreras de dos años de duración. Contrariamente,
hay una carencia crónica de técnicos de carreras intermedias que el aparato
productivo no cesa de exigir y cuya necesidad la ley ha olvidado en provecho de
esas carreras universitarias.
No es extraño, por consiguiente, que las
autoridades de ciertas universidades, agrupadas como verdaderas mafias, destinen
los recursos procedentes de los alumnos a pagarse exorbitantes sueldos y otros
ingresos que serían impensables en el ejercicio de sus profesiones fuera de la
universidad. (Me inclino a pensar que cometen el delito de apropiación ilícita,
sancionado por el art. 190º del Código Penal, puesto que desvían en provecho
propio o de terceros recursos que, por la Ley Universitaria 23733, deben
destinarse a sus fines (art. 2º) y, para el caso de las universidades
organizadas
Qué hacer
La Asamblea Nacional de Rectores, conformada por
rectores interesados en mantener sus ventajas personales y corporativas, ha
devenido cada vez más en un cuerpo disfuncional en relación a las necesidades
del país.
En su lugar, la ley debería instituir un Consejo de la
Formación Profesional Superior con tres funciones básicas: a) trazar los
lineamientos de la formación profesional universitaria y no universitaria; b)
autorizar la creación y supresión de universidades, facultades, institutos y la
enseñanza de carreras acordes con las necesidades del país y las regiones; c)
realizar auditorías académicas en los centros superiores de formación, como un
procedimiento periódico de control de calidad del servicio público educativo a
ese nivel, señalando las deficiencias y un plazo de subsanación, y disponiendo
su clausura si no las superasen. El Consejo de la Formación Profesional Superior
debería estar integrado por doce miembros, titulares del doctorado, elegidos: 1
por las universidades públicas, 1 por las universidades privadas y 1 por los
institutos superiores; tres por el Poder Ejecutivo; 3 por los decanos de los
colegios profesionales; dos por las organizaciones empresariales del más alto
nivel; y 1 por las centrales sindicales. Es obvio que se debería derogar la Ley
26439 y el Decreto Legislativo 882.
Sin medidas como las sugeridas, la
universidad peruana no podrá ser rescatada del pozo en el que ahora se encuentra
y, por el contrario, se hundirá más en su abismo.
Jorge
Rendón Vásquez
Colaborador
Fuente: La Primera
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