Por Raúl Tola
Cuando en el último año de colegio imaginaba lo que sería mi paso a la universidad, sentía vértigo. Contaminado por mis tempranas lecturas de Vargas Llosa, Bryce y Ribeyro, imaginaba un ambiente como el del patio de letras de la casona de San Marcos, como la Plaza Francia, o como el de los cafetines del Jirón de la Unión, donde los intelectuales se reunían a discutir las noticias y tendencias que llegaban de Europa.
Pero apenas ingresé a principios de 1993 caí en la cuenta de mi ingenuidad. Hacía rato que la universidad había dejado de ser ese centro de debate y ebullición cultural, donde el conocimiento y la política eran dos caras de una misma moneda, y se vivía intensamente, al ritmo de lecturas y polémicas deslumbrantes. El Perú experimentaba los primeros coletazos de un gobierno que en nombre de la paz y la prosperidad había quebrado el orden constitucional hacía apenas un año, y la ideología imperante, incluso en los centros de educación superior, era el autoritarismo.
Por todos lados se sentía los aires de represión. Con la mente puesta en la anarquía del pasado inmediato, con huelgas interdiarias y la perturbadora presencia de los grupos subversivos entre el estudiantado, las autoridades universitarias habían decidido segar casi cualquier manifestación de libertad, con medidas que de tan estrictas resultaban ridículas. Llegó a estar prohibido reunirse en los jardines, tocar guitarra y cantar en las facultades, y hasta los enamorados debían cuidarse de ser excesivamente efusivos. Los alumnos parecían laxados por este estado de las cosas, y las voces opositoras eran escasas. La gran mayoría se limitaba a asistir a clases con la idea de terminar cuanto antes su carrera.
Si esto ocurría en la Católica, ¿cómo sería el clima en las universidades públicas, como San Marcos, intervenidas militarmente, con tanquetas estacionadas frente a los pabellones y soldados dando rondas por el campus con el fusil al hombro?
Felizmente, aunque la crisis en la educación no ha encontrado solución, aquellos años pasaron. La actitud resignada de los noventa (que terminó entre olores de gas lacrimógeno en junio de 1997, cuando miles de personas marchamos contra la destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional que se opusieron a la reelección de Alberto Fujimori), ha dado paso a organizaciones como Universidad Coherente, una ONG cuya dedicación al seguimiento de políticas de transparencia en la universidad pública ha contribuido al diagnóstico de este frondoso tema.
Una de las primeras constataciones ha sido que, a contrapelo de lo que se cree, el problema presupuestario ya no es de los más gravitantes. Desde el 2004 hasta el 2009 los fondos se han duplicado −de 1400 a 2800 millones de soles−, lo que ha servido de muy poco, pues los servicios que ofrece la universidad pública se mantienen iguales, si no han empeorado. La carencia de gestores competentes ha impedido que estos dineros puedan gastarse bien. En este mismo período de tiempo, por ejemplo, solo por concepto de canon han ingresado 930 millones de soles a nivel nacional, que debieron invertirse en proyectos de investigación. De ellos, las universidades públicas de todo el país solo han sido capaces de gastar 159 millones.
El Ministerio de Economía y Finanzas ha redoblado esfuerzos para revertir esta situación y frenar las intenciones de las autoridades universitarias de destinar estos ingresos extraordinarios al pago de gasto corriente, como sueldos. Una alternativa sería invertir en becas al extranjero, que luego reviertan en una mejora del capital humano.
Este podría ser un primer paso importante para cambiar una situación que solo se da en el Perú, donde, a diferencia de Brasil, México o Argentina, la universidad privada brinda una mejor formación que la pública. Democratizar y extender la educación es una tarea urgente: mientras no se consiga, las puertas al primer mundo −a donde queremos asomarnos en el bicentenario de nuestra independencia− seguirán cerradas como un sésamo.
Fuente: La República
Cuando en el último año de colegio imaginaba lo que sería mi paso a la universidad, sentía vértigo. Contaminado por mis tempranas lecturas de Vargas Llosa, Bryce y Ribeyro, imaginaba un ambiente como el del patio de letras de la casona de San Marcos, como la Plaza Francia, o como el de los cafetines del Jirón de la Unión, donde los intelectuales se reunían a discutir las noticias y tendencias que llegaban de Europa.
Pero apenas ingresé a principios de 1993 caí en la cuenta de mi ingenuidad. Hacía rato que la universidad había dejado de ser ese centro de debate y ebullición cultural, donde el conocimiento y la política eran dos caras de una misma moneda, y se vivía intensamente, al ritmo de lecturas y polémicas deslumbrantes. El Perú experimentaba los primeros coletazos de un gobierno que en nombre de la paz y la prosperidad había quebrado el orden constitucional hacía apenas un año, y la ideología imperante, incluso en los centros de educación superior, era el autoritarismo.
Por todos lados se sentía los aires de represión. Con la mente puesta en la anarquía del pasado inmediato, con huelgas interdiarias y la perturbadora presencia de los grupos subversivos entre el estudiantado, las autoridades universitarias habían decidido segar casi cualquier manifestación de libertad, con medidas que de tan estrictas resultaban ridículas. Llegó a estar prohibido reunirse en los jardines, tocar guitarra y cantar en las facultades, y hasta los enamorados debían cuidarse de ser excesivamente efusivos. Los alumnos parecían laxados por este estado de las cosas, y las voces opositoras eran escasas. La gran mayoría se limitaba a asistir a clases con la idea de terminar cuanto antes su carrera.
Si esto ocurría en la Católica, ¿cómo sería el clima en las universidades públicas, como San Marcos, intervenidas militarmente, con tanquetas estacionadas frente a los pabellones y soldados dando rondas por el campus con el fusil al hombro?
Felizmente, aunque la crisis en la educación no ha encontrado solución, aquellos años pasaron. La actitud resignada de los noventa (que terminó entre olores de gas lacrimógeno en junio de 1997, cuando miles de personas marchamos contra la destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional que se opusieron a la reelección de Alberto Fujimori), ha dado paso a organizaciones como Universidad Coherente, una ONG cuya dedicación al seguimiento de políticas de transparencia en la universidad pública ha contribuido al diagnóstico de este frondoso tema.
Una de las primeras constataciones ha sido que, a contrapelo de lo que se cree, el problema presupuestario ya no es de los más gravitantes. Desde el 2004 hasta el 2009 los fondos se han duplicado −de 1400 a 2800 millones de soles−, lo que ha servido de muy poco, pues los servicios que ofrece la universidad pública se mantienen iguales, si no han empeorado. La carencia de gestores competentes ha impedido que estos dineros puedan gastarse bien. En este mismo período de tiempo, por ejemplo, solo por concepto de canon han ingresado 930 millones de soles a nivel nacional, que debieron invertirse en proyectos de investigación. De ellos, las universidades públicas de todo el país solo han sido capaces de gastar 159 millones.
El Ministerio de Economía y Finanzas ha redoblado esfuerzos para revertir esta situación y frenar las intenciones de las autoridades universitarias de destinar estos ingresos extraordinarios al pago de gasto corriente, como sueldos. Una alternativa sería invertir en becas al extranjero, que luego reviertan en una mejora del capital humano.
Este podría ser un primer paso importante para cambiar una situación que solo se da en el Perú, donde, a diferencia de Brasil, México o Argentina, la universidad privada brinda una mejor formación que la pública. Democratizar y extender la educación es una tarea urgente: mientras no se consiga, las puertas al primer mundo −a donde queremos asomarnos en el bicentenario de nuestra independencia− seguirán cerradas como un sésamo.
Fuente: La República
No hay comentarios:
Publicar un comentario